Blogia
marioojeda

Sobre la incontinencia actuativa

Sobre la incontinencia actuativa

 

¿Cómo puede uno pasarse la vida actuando? Quiero decir, “haciendo de”, todo el día, todo el tiempo, a toda hora y lugar. Imagínense encontrarse todos los días con un escultor, y el tipo todo el día hablando de sus esculturas, con las manos permanentemente encastradas de arcilla (mal menor, a esta altura, en todo caso). Como decía Litto Nebbia una vez: “me aburren los músicos, porque pareciera que no pueden hablar de otra cosa que no sea de música. Todo el día dale que dale, y se olvidan de que uno vive también... No van al cine, no leen, no escriben, no tienen otro tema de conversación que no sea la música. Ok, a mi me gusta hablar de música, claro, pero no todo el santo día...”

Me pasa en Granada, ciudad artística por tradición. Todo el mundo pareciera ser artista. Sino, estudiante, funcionario o camarero. Esas parecieran ser las opciones. “Acá, el que no corre, vuela...”, solía decir mi abuelo, que era asturiano, cuando cometíamos alguna travesura infantil. ¡Pero teníamos doce o trece años! Y me pasa cotidianamente ahora, ya bastante mayorcito, cada vez que me presentan un tipo, lo primero que me dice, además de su nombre, es “hola, soy fulano, soy artista...”, e inmediatamente se larga a hablar de las cosas que hace, hizo o tiene pensado hacer. Cosas que a nadie importan, o que no tienen mayor trascendencia, o que, si fueran verdaderamente importantes, en el fondo, no habría ninguna necesidad de decirlas o contarlas insistentemente. En el fondo, creo tiene mas que ver con una necesidad inconsciente de reconocimiento, de decir “acá estoy, mirá que lo que hago vale la pena”.

Me pasa con los cantautores, cotidianamente. Vienen a tocar al bar donde trabajo, con su guitarra colgada del hombro, “hola, soy el que actúa hoy, voy a afinar y preparar todo...”. Vale, prepara el pequeño escenario, dos luces, un taburete donde sentarse, el tipo desenfunda la guitarra y ya está, de ahí hasta el cierre no puede guardarla más. Afina, canta, prepara su concierto, luego empieza a cantar, primer pase, intervalo, segundo pase, y luego de finalizar, en vez de guardarla en la funda, como corresponde, ahí la deja, al costado del escenario. Te pide algo para beber, y otra vez, a sentarse en una mesa del fondo, a mostrar nuevas canciones a los amigos. Uno se acerca, le dije bajito, “disculpa, pero después de cierta hora no se puede cantar, hay gente que viene a beberse una copa tranquila, quiere conversar...” “Vale, vale, es la respuesta, pero les muestro una cosita, y ya está, bajito nomás...” Y a los cinco minutos están cantando todos, el y sus amigos, a voz en cuello. Otra vez, te acercas y les decís: “Disculpame, ya les dije, no se puede cantar...” Y así dos o tres veces mas, hasta que, la paciencia inflada y las bolas llenas, te plantás y espetás “macho, guardá la guitarra, ya cantaste, el concierto terminó, si queres seguir cantando andate a tu casa...” “Sí, sí, perdón, ya la guardo...”, mitad cara de arrepentido, mitad pareciera que diciendo “ufa, no me dejás cantar, a vos que te molesta...”

Y la verdad, sí, me molesta. Pero no sólo como camarero y encargado, que debo cuidar las normas. Sino en lo personal, porque también tengo una partecita mía del otro lado del mostrador. A mí también me gusta cantar, pero, ¡joder!, no estoy todo el día con la guitarra colgada, cantando.

Además, tanto guitarreo, tanta cancioncita, y no hacen un pito por difundir sus conciertos, no pegan carteles, no los preparan, no anuncian los temas, no saludan a la gente, no se presentan (presumiendo de que todo el mundo los conoce), y luego se quejan de que viene siempre (o cada vez menos) gente a sus conciertos. Pero, tío, piensa uno, “cantas siempre los mismos temas, equivocándote, olvidándote las letras de tus propias canciones, siempre el mismo show monotemático, sentado con la guitarrita sobre un taburete... ¿adónde quieres llegar así?...”

En fin, esto que escribo ahora suelo conversarlo con algunos más cercanos, pero es siempre la misma canción. “Es cosa de la edad”, me dijo un amigo, Pablo Ramírez, un día, con quien siempre terminamos de trasnoche jugando al ajedrez. Y yo respondí “si, debe ser eso...”. Pero ya a mis diecisiete años, cuando empecé a plantearme seriamente dedicarme a la canción, no tenía esa actitud. Quiero decir, cometí mil errores (y los sigo cometiendo), pero siempre me tome muy en serio este oficio. Y sigo viéndolo de la misma manera.

Hasta la próxima vez.

 

© Mario Ojeda, Granada, 2/1/2006

 

 

0 comentarios